Ratzinger: el profesor que tuvo que ser el papa Benedicto XVI

domingo, Ene 08

Era mi último año de colegio y todos teníamos que hacer un trabajo monográfico con tema libre. Un profesor y amigo, sin imaginar el alcance de sus palabras, me dio la idea de hacer un perfil biográfico sobre Joseph Ratzinger. Él se ofreció a guiar mi investigación. Como es lógico, a mis diecisiete años nunca había escuchado ese nombre; con suerte había oído hablar de Benedicto XVI, el nuevo nombre que había escogido, poco tiempo antes, al haber sido elegido Papa. El trabajo en cuestión resultó sencillo: exagerando un poco las cosas, me dediqué a parafrasear el libro de memorias que Ratzinger había escrito sobre su propia trayectoria hasta 1977.

Pero ese fue un contacto que, de manera discreta e imperceptible, cambió mi vida. Empecé a seguir de cerca sus famosos discursos, sus homilías, sus encuentros; leí los libros-entrevista que habían publicado Messori y Seewald (si alguien quiere empezar a leer a Ratzinger, que lo haga por aquí); después me acerqué a algunas de sus obras más teológicas… Fui adquiriendo poco a poco una deuda incalculable que, ahora, no sé bien cómo saldar.

«Bücher-Ratz», el Ratzinger de los libros: ese es el apodo con el que los jóvenes compañeros del seminario de Frisinga distinguían a Joseph de su hermano Georg. Este segundo era conocido, en cambio, como «Orgel-Ratz», el Ratzinger del órgano. Corría el año 1946, apenas había terminado la guerra, Joseph Ratzinger tiene solo diecinueve años y sus amigos identifican con facilidad el rasgo que lo define: esa inquietud incesante por, a través del estudio, comprender mejor el mundo, a los demás, a sí mismo y, en medida de lo posible, a Dios.

Quien fuera su profesor más cercano en esa época de seminario, Alfred Läpple, cuenta que el joven de Baviera no se sentía cómodo con los profesores que no se hacían preguntas, que se dedicaban únicamente a defender de cuestionamientos las definiciones que creían poseer, que confiaban más en sus seguridades y menos en el misterio de la verdad. Ratzinger, ya sea como estudiante, profesor, o pastor en la Iglesia, fue siempre el exacto contrario de aquellos.

Por eso, Ignacio Peyró, en su obituario en las páginas de El País, puede afirmar lo mismo que hace toda persona que se acerca a su obra: “Si algo emanan los textos de Ratzinger es la honestidad de la apertura, una valerosa disposición hacia la verdad”. Valgan como muestra el inicio de su primer documento como Papa, en donde parte de la crítica de Nietzsche hacia el amor cristiano; su coloquio con Habermas sobre los presupuestos de una democracia y la relevancia de la religión en la discusión pública; o el primer capítulo de “Introducción al cristianismo” (1967), que podría subtitularse como un elogio de la duda, compañera inseparable de una fe auténtica.

Joseph Ratzinger es un profesor de teología que fue obligado –aunque él diría es que fue “llevado por el Espíritu Santo”– a ser Papa. Si la decisión habría dependido solamente de él, nunca habría dejado el contacto con los estudiantes que abarrotaban sus clases en las universidades públicas de Bonn, Münster, Tubinga o Regensburg. Tuvo que abandonar veinticinco años de docencia e investigación para convertirse en obispo, un trabajo bastante menos universitario. Después, por si eso no bastara, tuvo que dejar Alemania para ayudar a Juan Pablo II en los despachos del Vaticano que se dedican a temas teológicos. Y, a pesar de haber presentado su renuncia tres veces de manera infructuosa, cuando planificaba su retiro en el campo, a los 78 años aceptó ser nombrado Papa.

Era el momento para, en la cabeza de la Iglesia, continuar con un profesor universitario, aunque esta vez un teólogo. En una época en que se consumaban movimientos culturales e intelectuales gestados durante siglos, que han llevado a la fe a ocupar un territorio poco relevante en el panorama público, solo un profesor, con una profunda honestidad intelectual y con las categorías necesarias para comprender este giro cultural, podía explicar el nuevo lugar que corresponde a la fe –y, por lo tanto, a la tarea de la Iglesia– en un mundo plural. Y ese es el trabajo que abarcó toda la vida de Ratzinger, no solamente sus ocho años de papado, sino su etapa como profesor universitario, como experto en el Concilio Vaticano II, como teólogo de primera línea, como obispo, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe, como Papa en ejercicio, e incluso sus diez años como Papa emérito.

Toda su vida fue un esfuerzo por mostrar la compenetración profunda que existe entre Dios y el mundo, entre la razón y la fe, entre la frágil libertad humana y la gratuita creación divina. Por coincidencia, el mismo día que murió Ratzinger, el pasado 31 de diciembre, en todas las iglesias del mundo se leyó el inicio del evangelio de Juan: “Por medio del Logos se hizo todo”. En esa frase, que une a Grecia con Jerusalén, se puede resumir su trabajo: en descubrir una y otra vez que todo, aunque muchas veces sea para nosotros confuso y oscuro, en realidad está permeado de racionalidad, todo es fruto de una palabra. Si no, solo nos queda el caos. Sin el intento de una razón compartida solo nos queda la imposición del más fuerte, la debilidad de la superstición o un inhumano fanatismo.

Antes de escribir estas líneas, y antes de que el pasado sábado en la mañana supiera la noticia del fallecimiento de Benedicto XVI, tenía pensado comentar el último libro que me acompañó en el año 2022. Se trata el tierno recuerdo que hace Emanuele Trevi de dos amigos suyos ya fallecidos, los escritores Rocco Carbone y Pia Pera, titulado ‘Dos vidas’ y que le valió el premio Strega en Italia. “Vivimos dos vidas, ambas destinadas a acabar –dice Trevi–: la primera es la vida física, la de la sangre y el aliento; la segunda es la que se desarrolla en la mente de quienes nos amaron. Y cuando la última persona que nos conoció muera, nos disolveremos, nos evaporaremos para siempre, y comenzará la grande e interminable fiesta de la Nada, en la que el aguijón del recuerdo no podrá ya herir a nadie”.

Impresiona ver cómo a Joseph Ratzinger le quiere tanta gente, aunque su timidez de intelectual haya llevado a equívocos; impresiona todo ese río de personas que estos días ha hecho fila para manifestar públicamente su admiración-dolor cerca de su cuerpo y tantos artículos de gente diversa en la prensa de todo el mundo. Difícilmente su recuerdo se disuelva en la interminable fiesta de la nada. Me atrevería a decir que esa segunda vida de la que habla Trevi, en el caso de Benedicto XVI, el Ratzinger de los libros, recién ha comenzado.